Cuando llegué a estudiar al CCH Oriente quería comerme el mundo. Mi vida se había limitado al barrio y mis fronteras iban desde Santa Cruz Meyehualco hasta Coapa, Iztacalco o Naucalpan, no conocía más allá, salvo cuando iba a Oaxaca cada diciembre a visitar al abuelo Zafra. No tenía idea siquiera que existían otros tipos de música, mi back up eran los sonidos PolyMarchs, La Changa, Patrick Miller, Amistad, Caracas y Winners.

Por eso cuando llegaron las vacaciones de ese año y me invitaron al desierto, no lo dudé ni por un momento. Hacía dos años que había conocido la Juanita y el buen rock, le dije a mi jefita que tenía práctica de campo y rápidamente me apresuré a conseguir una mochila, casa de campaña, cobijas y un buen calzado. 

La cita con la banda fue en las bancas del CCH un viernes por la tarde. Después de los rigurosos toques y las heladas nos encaminamos rumbo a Buenavista, donde se localizaba la estación de trenes donde tomaríamos el que nos llevaría al desierto de San Luis Potosí, a Estación 14.

No sabía que el boleto para viajar en tren era muy barato. Cuando subimos al tren inmediatamente te dabas cuenta quiénes iban hasta la base, la mayoría eran estudiantes universitarios o mejor dicho jipitecas chilangos, sólo pocos éramos menores de edad, aunque por el toque y la caguama en las manos, aparentábamos mayor edad.

El camino fue muy lento y desesperante. Todo fue mejor cuando llegamos a Querétaro y se subieron a vender unos pulques que armonizaron la ansiedad de ya querer llegar. La poca mota que llevábamos era consumida rápidamente. Todo iba muy chingón hasta que empezaron a gritar que se aproximaba un retén de wachos, todos empezaron a desafanar y algunos a clavar.

Mi compa me dijo que relax que sólo venían por ilegales centroamericanos, ví como bajaban a varios y los apartaban del tren. Cuando llegaron a mi lado me pidieron identificación y se las mostré, me preguntaron que a dónde me dirigía y les dije que a San Luis Potosí, me dijeron que si era militar o por qué llevaba esa chamarra y que me la tenían que decomisar, llevaba una casaca militar que me había agenciado en el tianguis del barrio. Como llevaba mi toque en los huevos no hice panchos y se la di, más tarde lo iba lamentar, esa misma noche, cuando mi cuerpo sintiera el implacable frío del desierto.

Al llegar a Estación 14 ya la noche caía y la eriza invadía, entre todo el grupo apenas y armamos un campechano. Avanzamos fumando hacia Wadley donde íbamos a acampar; pero la neblina ya era espesa y decidimos pasar la noche en el hotel del lugar, donde conocimos a Don Carlos, dueño del hotel y del único comedor a la redonda. Mientras cenábamos mencionó que si queríamos el nos adentraba al desierto en su troca y que él mismo nos recogía el día que acordáramos, todos estuvimos de acuerdo y le pedimos que si podíamos salir a medio día una vez que nos armáramos de víveres y despensa.  

Por la mañana, ya en la eriza total, decidimos primero armar mota y mezcalina. Fue como conocí al bueno del desierto, su apodo era el Dedos, supongo que un chinguero de banda lo conoció; él era el químico que transformaba el peyote en mezca, también te nectaba uno que otro meteorito, algún esqueleto o fósil de un animal. Pero su marihuana era la peor que había visto en mi vida y si les estoy hablando del año 1993, imagínense la yerba, era una mota totalmente casera, más hojas que flores.

El dedos era un personajazo chilango, había huido de la tira en Villa Coapa y se había ido a esconder al desierto, tiempo después robó a la nieta de doña Mónica y se quedó a vivir ahí, en WadlDisney como le decían los macizos. Lo último que supe es que el desierto le había cobrado karma y los estatales le habían caído, hoy creo que aún pasa sus días en la Penitenciaria de San Luis por tráfico de especies naturales en peligro de extinción.

Pero bueno, la onda es que la mota que nos vendió esa mañana era la peor mota que he pagado y como la idiotez supera la adicción le armamos toda la bolsa –para la psicológica mencionó mi compa.

Después nos internamos en ese maravilloso desierto, recorrimos Vanegas, Las Margaritas, El Tecolote, La Cañada de los Mil Colores y San José, hasta llegar al cerro sagrado del Quemado y de ahí hasta el pueblo mágico de Real de Catorce.

Bajo esas noches estrelladas e iluminadas por la galaxia, junto al aullido de los coyotes y las sonajas de las cascabeles, en medio de los amaneceres llenos de neblina que te mostraba lo extraordinario del lugar con todo su misticismo, los famosos “perritos” que se te aventaban a los pies mientras estabas en la búsqueda del sagrado venado junto a los arbustos de gobernadora, todo fue perfecto. Salvo esa pinche mota casera que ni ponía y por la cual habíamos pagado un varo en la eriza del desierto.