Jorge Hernández Tinajero

Rodrigo Duterte, “El Castigador”, fue elegido por una abrumadora mayoría como Presidente de Filipinas en mayo de 2016. De formación militar y católico confeso, fue alcalde de Davao por 22 años, provincia de Mindanao. Durante este periodo observó una política de limpieza social mediante escuadrones de la muerte, por la cual se le responsabiliza de al menos un millar de asesinatos. 

 

El Presidente Duterte, desde el comienzo de su mandato, advirtió que continuaría sus políticas de exterminio contra lo que considera como escoria y principal enemigo de la sociedad filipina: grandes y pequeños traficantes de drogas, así como los propios usuarios sin distinción. Al ascender al poder, una de sus primeras medidas fue la de dar luz verde a policías, ejército y a la población civil para matar sin distinción a “drogadictos y traficantes”.

 

Sólo en los primeros meses de su administración, alrededor de 3,000 usuarios de drogas fueron asesinados en las calles de distintas ciudades de Filipinas, y más de 65,000 usuarios de drogas se entregaron a las autoridades como la última y desesperada medida para protegerse de toda clase de ataques en su contra. Sin espacios para atenderlos, las cárceles filipinas repentinamente se vieron presionados para recibir a miles de usuarios de drogas que, desde entonces, se hacinan en las prisiones bajo las condiciones más inhumanas de sobrevivencia. 

 

Ante la estupefacción, el tímido reclamo o la indiferencia, Duterte representa, al fin y al cabo, un extremista del prohibicionismo, la única política legítima para el sistema internacional de control de drogas creado a partir de 1961, y cuyos organismos y documentos centrales se encuentran en el seno de la ONU.

 

Las contradicciones del sistema de control de drogas con respecto a otros instrumentos internacionales -como los tratados de derechos humanos- han sido históricamente obviadas por los organismos internacionales encargados de velar por la aplicación de los tratados sobre drogas. No son pocas las ocasiones en las que, a pesar de las denuncias de torturas y aplicación de la pena de muerte para delitos relacionados con drogas -aun los no violentos- la comunidad internacional ha preferido voltear hacia otro lado, o bien alegar que cada país tiene el derecho de utilizar todos los medios a su alcance para cumplir con los objetivos trazados en esos instrumentos internacionales. 

 

Sin embargo, “El Castigador” Duterte ha llevado la situación hasta un punto en el que incluso la comunidad internacional ha tenido que condenar -así sea a regañadientes- a un extremista de su propio sistema. Y ante ello, el mandatario Duterte ha denunciado a la comunidad internacional como hipócrita y falta de determinación ante un problema que, desde su óptica, se resolvería con toda facilidad mediante una limpieza social extensiva.

 

Más allá de que las políticas de drogas del “Castigador” son un síntoma drástico de lo que las drogas pueden representar para una sociedad secuestrada por el fanatismo, lo cierto es que las posiciones de Duterte revelan de manera descarnada las ambigüedades y contradicciones de un sistema de control de drogas que se debate entre una moral puritana, y el respeto a los derechos de todas las personas. Sorprende, en todo caso, la tibieza que la comunidad internacional ha demostrado ante este criminal, y de la cual no se salvan nuestras propias instituciones, que han mantenido un silencio cómplice ante la barbarie filipina.

 

No resulta ocioso denunciar, entonces, que cuando las opciones extremistas se hacen más atractivas para distintas esferas sociales, las políticas de drogas más duras suelen ser una herramienta de control político sumamente redituable para el poder en turno. Y si bien “El Castigador” es el ejemplo más acabado y reciente de ello, no podemos ignorar que su extremismo no está muy alejado del que representan algunos grupos sociales en nuestro propio país, tales como el ala más conservadora de la Iglesia Católica y los fanáticos que han sido seducidos por ésta y otras opciones igualmente extremistas. Por ello, hoy más que nunca, se hace urgente elevar el tema de los derechos de las personas en todas las áreas de nuestra vida, pública y privada, en relación a las drogas. Algo que, lamentable, sino es que criminalmente también, nuestras fuerzas políticas han declarado como “tema no prioritario” para el país.