La filmación del documental Allende los Volcanes estuvo llena de historias y vivencias en esa Sierra Mágica donde habitan los dos volcanes más representativos de México: el gran Popocatépetl y, su fiel compañera, Iztaccíhuatl.
Un día del año 2004, casi a finales de la realización del documental, tuve el suceso más significativo y vivencial en torno a la mariguana y su pachequez. Esa tarde alcanzamos a llegar a Amecameca y tomar la última camioneta que hace la ruta hacia Santiago Xalitzintla. Eran las seis de la tarde cuando, cruzando Paso de Cortés, descendíamos hacia el Estado de Puebla y, antes de la base final, nos bajamos en el paraje conocido como Buenavista, donde se ubica el templo franciscano llamado: la Ermita del Silencio.
Ahí íbamos a pernoctar la noche. Llegamos y tocamos la campana que estaba en la entrada. Salió el guardián de la Ermita y amablemente nos invitó a pasar, nos dijo que sí pero con la condición de ayudarlo a barrer el lugar por la mañana –con gusto, le respondimos. Ya estando adentro, junto a la fogata del comedor degustamos un vino de los muchos que la gente rica ofrenda al templo cuando lo visita, también degustamos unos bombones franceses para tomar pista de aterrizaje mientras despegábamos al estado etílico.
La plática continuó toda la tarde-noche, hasta que los leños de la fogata cedieron. El Padre Taner preguntó en qué habitación queríamos dormir y yo contesté que en la misma de siempre, es decir Monserrat. Cada habitación del lugar tiene el nombre de algún cerro sagrado del mundo, y esa siempre la elegíamos porque era la única con dos camas y una vista espectacular al Popocatépetl. Como ya nos urgía fumar, rápidamente nos despedimos y avanzamos hacia las habitaciones, acomodamos las mochilas y rápidamente sacamos el clavo que traíamos entre las cámaras, en los botecitos de los rollos fotográficos que servían como contenedor y como caballito tequilero a la vez. Sacamos la yerba que olía a zorrillo y cómodamente nos pusimos a espulgar, sacamos un trozo de las sábanas Toke que traíamos y cada quién forjó el suyo para dormir a gusto.
No habían pasado más de 15 minutos cuando escuchamos voces en el pasillo, gritaban mi nombre y el de mi acompañante, el corazón empezó a latir más de lo normal y la incertidumbre se apoderaba de nosotros. Primero escuchamos que abriéramos la puerta para que nos diera más cobijas y luego un –¿qué están fumando? ¡Ábranme! Eduardo, ¿qué están fumando? Le dije a Ramsés que lo más obvio era que nos iba correr y fue cuando escuchamos nuevamente que abriéramos –si ustedes supieran lo que he visto y vivido en este lugar no lo creerían, ¡ábranme! Y así lo hicimos, nos había caído en la mera movida, nos había caído la voladora y lo conveniente era evacuar. Una risa de preocupación se nos marcaba en la cara. Ya con las mochilas en la espalda, nos disculpamos y, para sorpresa nuestra, nos dijo –¿ustedes creen que me espanta la marihuana?, es más, háganse otro y vamos a platicar.
Esa noche conocí muchos secretos de la Ermita, muchos de ellos eran hallazgos arqueológicos que habían sido encontrados durante la construcción de la misma, muchas ollas dedicadas a Tláloc. Conocí otro Padre Taner, supe que él estaba como guardián de la Ermita porque quería ser sacerdote y tenía que pagar sus culpas con el encierro; y es que la Ermita es un tipo de cárcel franciscana, ahí conocí sacerdotes y monjas de todo el mundo de la orden de los Franciscanos, que promulgaban con la teología de la liberación y que estaban pagando alguna culpa o pecado cometido. También supe que Taner había sido custodio en la correccional de menores durante casi toda su vida, por lo tanto un cigarro de marihuana no lo iba espantar. Esa noche supe que todos los religiosos franciscanos antes que nada son humanos, que todos tienen deseos carnales. Y mientras nos fumamos otros porros, nos tomamos otro vino de consagrar -de los más caros de origen francés- y brindamos por la amistad, pues hasta resultó que él era tío de uno de nuestros grandes amigos. Taner había nacido en Coyuca de Catalán, en Tierra Caliente, y era de la familia Guerrero, muy conocidos por allá.
Pero en el fondo de mí ser me sentía avergonzado, hacía tres años que visitaba la Ermita y nunca me habían caído en la movida, cierto es que era la primera vez que lo hacía en una recámara, siempre había fumado en la cueva, en los jardines o en el mirador. Ni siquiera la vez que conocí la Ermita y que, por azares de la producción cinematográfica, me quedé seis días ahí; como trabajaba en el área de arte tuve que llegar dos días antes de que empezaran a filmar.
Cuando conocía la Ermita, al tercer día, Taner me dijo que tenía que salir a la ciudad por un malestar dental y que regresaba al otro día, me dio indicaciones sobre a qué hora se prendía el incienso y a qué hora había que repicar las campanas, y me dio las llaves de la puerta principal. Esa misma noche cometí sacrilegio, pues se me antojó fumar en el lugar más sagrado del lugar: el sitio de oración y el más emblemático de la Ermita, pues cuenta con un gran vitral que da al majestuoso volcán. Y esa misma noche de sacrilegio, viendo cómo caía la oscuridad, me retiré de ese espacio y me fui a Monserrat. Como era febrero, empezó un fuerte aire, era obvio, la Ermita está construida donde habita Ehécatl y Tláloc; pero el aire era tal que golpeteaba las ventanas, nunca en la zona había sentido tanto aire. Lo sorprendente fue que, al salir y querer contacto con la deidad del aire ¡casi me voy de culo por lo que vi! Cientos de termitas revoloteaban por lo alto, sobretodo alrededor de los altares donde había veladoras prendidas. ¡Neta que sentí miedo!, por lo que fui y le dije a la jefa lo que estaba pasando, pues en mi barrio, cada que aparecían esas mariposas negras, decían que era de mala suerte. La pachequez que traía se volvió paniqueada, pero, como Diana la directora de arte de la filmación ya estaba junto a mí, traté de asimilarlo rápidamente. Al otro día, al amanecer, un chinguero de termitas yacían muertas por toda la Ermita, era una escena digna de Alfred Hitchcock, por lo que me tocó barrer esa misma mañana, obvio barriendo y fumando.
La última noche que pasé en esa Ermita también fue la última vez que vi al padre Taner. Recuerdo que era día del Buen Pastor. Ese día llegaron autobuses con devotos desde la CDMX para estar presentes en la ceremonia que el padre Jerónimo y propietario de la Ermita hacía en el río, al más puro sincretismo entre el pensamiento católico y la ideología prehispánica. Una misa digna de admirar. Después de la liturgia se llevó a cabo una comida entre todos los asistentes y, al terminar el día, ya cuando nos estábamos despidiendo del lugar y, como lo hacíamos siempre, ofrendábamos el humo celestial de la marihuana en la cueva donde se le ritualizaba a Tláloc hace muchos años, se nos acercó el padre Taner y nos preguntó si le podíamos dar un raid a la CDMX, y agregó que su madre estaba a punto de fallecer y tenía que trasladarse hasta Atlacomulco. Dijimos que sí y subimos al carro para arrancar rumbo a Xochimilco. Ahí me despedí de él y de los beneficios que me daba la Ermita, jamás lo volví a ver.
La siguiente vez que llegué a la Ermita, dos meses después, pregunté por él al Fray Jerónimo y me respondió –¡pues si tú te lo llevaste! No respondí. Caminé hacia la parte del fondo, donde se encuentra la cueva sagrada, y le ofrendé un porro celestial de marihuana a la deidad.
Continuará…