Las sustancias psicodélicas son definidas por muchos como “llaves” o “herramientas” para descubrir y alcanzar lugares profundos de la mente humana. Desde el descubrimiento del LSD (dietilamida de ácido lisérgico) este ha sido investigado por sus propiedades terapéuticas. Sin embargo, otro interés ha girado en torno a la experimentación con este tipo de drogas, uno más oscuro: el control mental.
Al concluir la segunda guerra mundial las tensiones entre el bloque soviético y los aliados a Estados Unidos desencadenaron una competencia militar, tecnológica y de espionaje. Fue un contexto en el cual hubo un gran desarrollo de armas químicas, por ejemplo. Cualquier posible ventaja era explotada hasta su máximo provecho en contra de ‘el enemigo’.
Por ello, cuando las instituciones de inteligencia estadounidense escucharon rumores sobre la posibilidad de alterar recuerdos o el comportamiento de las personas sin que estas estuviesen conscientes de ello, pusieron manos a la obra.
En 1949 la recién nacida CIA (Agencia Central de Inteligencia) lanzó su programa Proyecto Bluebird el cual probaba drogas en ciudadanos estadounidenses (la mayoría de bases militares o prisiones federales) quienes poco sabían de lo que ocurría. Una de estas drogas, fue el LSD.
Incluso se sabe que la CIA persuadió a una compañía farmacéutica de Indianápolis de replicar la fórmula del LSD y así establecerse un suministro propio. Recordemos que para estas fechas la sustancia aún era de reciente descubrimiento.
Uno de estos investigadores llevó a tal grado su obsesión que comenzó a realizar experimentos sin consideración alguna por sus sujetos de prueba. Su nombre era Sidney Gottlieb y cuando uso el LSD describió su experiencia “como si estuviese en una suerte de salsa transparente que cubre a mi cuerpo entero”.
La agencia esperaba producir algún tipo de “mensajero” que pudiera incrustar mensajes secretos, implantar recuerdos falsos y remover recuerdos verdaderos sin que la gente se percatarse de ello y así convertir a grupos con ideas de oposición.
Uno de estos experimentos consistió en determinar “cuánto LSD era capaz de soportar la mente humana antes de que tronara”. Un sujeto de prueba, llamado Whitey Bulger describió su experiencia:
“Alucinante. Horas de paranoia y sentirme violento. Experimentamos periodos de pesadillas vívidas e incluso sangre derramando de las paredes. Los chicos transformándose en esqueletos en frente de mí. Vi una cámara transformarse en la cabeza de un perro. Sentí como si me volviese loco”.
Gottlieb también trabajó con doctores y hospitales regulares. En el Hospital Psiquiátrico de Boston cientos de estudiantes de Harvard, Emerson y MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), recibieron 15 dólares cada uno para tomar un poco de un líquido claro, incoloro, inoloro, y que podría producir ‘estados alterados’. Posteriormente se conoció que ninguno de los involucrados recibió el entrenamiento correcto y entendimiento para guiar a los participantes. Muchos de ellos tuvieron reacciones adversas y uno de ellos se suicidó en el baño de la clínica.
En otro experimento conducido por un alergólogo neoyorkino llamado Harold Abramson (y quien recibió $85 mil dólares de Gottlieb) se le suministró psilocibina a 12 chicos pre-pubertos; y a 14 niños entre 6 y 11 años diagnosticados con esquizofrenia se les suministraron 100 microgramos de LSD cada día durante 6 semanas.
Curiosamente, futuros exponentes de la contracultura y el uso de psicodélicos llegaron a conocer la sustancia en estos experimentos. Entre ellos Ken Kesey, el vocalista de The Grateful Dead Robert Hunter y el escritor Allen Ginsberg fueron voluntarios en algunos de los experimentos.
Posteriormente las agencias perderían interés por el uso de sustancias y privilegiaron más métodos como la hipnosis o la privación de sueño para alcanzar sus fines, muchos de los cuales continuaron en el programa conocido como el MK-Ultra.
Con información de theintercept.com/ y nypost.com/