Probablemente la consigna más recurrida y básica del movimiento por la regulación de la cannabis, tanto en México como en el mundo, se resume en una sola palabra: “¡Legalícenla!”
Y si bien esta consigna transmite con toda nitidez la exigencia de reubicar a la planta de su tipificación legal actual, no necesariamente clarifica la complejidad, ni los pasos a seguir para llevar tal legalización a cabo.
La expresión supone una exigencia, si; pero vale la pena detenerse en su implicación más inmediata: que otros lo hagan. Es decir, exigimos a los políticos, a las autoridades, a los legisladores, a la sociedad, pero a nadie en específico. Y eso implica que nosotros, como activistas, inadvertidamente nos estamos excluyendo de determinar cómo tendría que ser esa legalización y cuáles son las vías más razonables para lograrla. Si sólo gritamos ¡legalícenla! profundizamos en nuestra cultura paternalista, que nos ha enseñado a que necesitamos de algún tipo de salvador para que las cosas sucedan.
Una segunda implicación, igualmente negativa, estriba en que ésta exigencia se concentra única y exclusivamente en la clasificación legal de la planta, como si ella fuera la más esencial, la más importante y la última solución a su prohibición. Una y otra vez he escuchado, por ejemplo, a voces públicas, que al hablar del tema señalan las incoherencias, injusticias y violaciones de derechos que supone la prohibición, pero que llegado el momento de formular propuestas se enfocan, por lo general, en qué tipo de mercados pueden crearse o regularse, olvidándose de los principios más básicos que debería observar cualquier regulación de la cannabis: por un lado, los derechos, necesidades y expectativas del usuario, y por otro; más importante aún, su cultivo. Pareciera ser que para muchos opinadores basta con “legalizar” a la planta, para imaginar que ésta aparecerá en los estantes de los supermercados o farmacias, o bien en “coffeshops". Es decir, están acostumbrados a comprar todo lo que consumen, y se limitan a definir las garantías de mercado que debería tener la legalización, sin preocuparse de detalles que consideran menores. Específicamente: quién y cómo la va a cultivar, y qué buscan sus usuarios.
En fechas recientes han aparecido opiniones, además, en círculos de discusión del activismo, que revelan una preocupante falta de claridad en cuanto a los objetivos del debate público. El movimiento se ha concentrado más en enfocar sus esfuerzos en el plano legislativo, que en el ejercicio público y notorio, de los derechos ya reconocidos por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Y no es que esté mal participar de algún modo u otro en el debate legislativo, o intentar influir en la formulación del reglamento de regulación de la cannabis con fines medicinales que está a punto de concluir COFEPRIS; pero al hacerlo, hemos perdido de vista que no es el cambio de leyes lo más importante para hacer avanzar la regulación.
En primer lugar, el debate legislativo supone numerosos obstáculos, muchos de ellos fuera del alcance del activismo. A la inmensa mayoría de los legisladores no le interesa el tema, perciben en éste un riesgo político que no están dispuestos a correr, o bien las honrosas excepciones -que hay- carecen del consenso necesario, incluso en sus mismas bancadas, para lograr un cambio en el tema. La única propuesta que se ha discutido hasta el momento, por ejemplo, es la enviada por el Presidente de la República, dirigida a regular el cannabis medicinal. No es espacio éste para hablar de sus limitaciones originales y del resultado -aun más limitado- en el que terminó la propuesta. Lo que vale la pena señalar, más bien, es que ésta encontró resistencia incluso dentro del mismo partido del Presidente, algo inédito hasta la fecha en el país. El punto es, así, el siguiente: no habrá ninguna regulación integral del cannabis sino hasta que sea ésta inevitable -por presión social o consigna política- para los legisladores, algo que no parece ser muy probable, al menos en el corto plazo.
¿Qué se puede hacer, entonces? La respuesta tampoco es tan complicada: es hora de ejercer los derechos reconocidos por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de manera pública y notoria.
Los derechos reconocidos por la Corte no están a discusión: el Estado tiene límites frente a la autonomía personal y debe garantizar el libre desarrollo de la personalidad. Si a ello sumamos el reconocimiento del cultivo privado como una vía posible para ejercer esos derechos, entonces lo que nos queda es exigir, y practicar, nuestro derecho al cultivo privado, siendo cuidadosos, eso sí, de los límites mencionados por la Corte: solo adultos, y sin afectar a terceros. Asimismo, es preciso seguir exigiendo nuestra descriminalización efectiva, aun sin que cambien las leyes: si tenemos derecho al consumo, tenemos entonces derecho, también, a no ser considerados delincuentes por cometer delitos consustanciales al consumo, como la posesión simple, es decir, sin fines de comercio. Y para ello lo único que necesitamos es una directriz policiaca que impida, en los hechos, la presentación de cualquier persona que se encuentre en posesión, sin que existan otros indicios de comercio o tráfico.
Tales límites, perfectamente razonables, pueden ayudarnos, a demás, a combatir el prejuicio y el estigma que acompañan al usuario desde hace décadas: demostremos que podemos ejercer nuestro derecho sin que ello no solo afecte los derechos de terceros, sino que beneficie a toda la sociedad, especialmente por no recurrir a los mercados ilegales.
El movimiento tiene ante sí, entonces, vías efectivas para avanzar en la regulación del cannabis que van más allá del cambio en las leyes. ¡Legalicémosla! si, pero mientras eso sucede, ejerzamos nuestros derechos.