Por Luis Cottier
No hay mejor toque que el de la mañana, el que penetra hasta la profundidad de las neuronas y nos deja con ese sabor a sueño ligero tan indispensable para sobrellevar la vigilia. Si en la literatura pudiéramos hablar de un carrujo matutino –pues aún se discute en las academias la pertinencia, o no, de lo pacheco como cualidad literaria−, sería Mañana de embriaguez.
En este poema Rimbuad elevó las letanías de la mística de la voluptuosidad a la que se consagró, como lo había señalado antes en las Cartas del vidente: “Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente: ni va usted a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo. Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos”.
Xoan Abeleira, uno de sus traductores, a propósito de Mañana de embriaguez, menciona: “el poema sostiene que el hachís te da la capacidad de ver las cosas como son y eso te ayuda a dejar de ser un esclavo de tu mente”. En la poesía de Rimbaud, lo que permite traspasar el mundo de las apariencias es la entrega irrestricta a los sentidos, sin prudencia, sin escatimarles ni retenerles nada, sin precaver para el futuro. La misma idea del infierno −a la que tanto acudió en su obra− lo reafirma, puesto que para que éste pueda castigarnos se necesita la prolongación de la vida de los sentidos más allá de la muerte. Cuando nos dice “¡Mágico potro de tormento! ¡Hurra por la obra inaudita y por el cuerpo maravilloso, por la primera vez!”, eleva un canto a lo sensible, pomposo privilegio de lo vivo.
Propongo empezar a leer la Mañana por la última sentencia: “Ha llegado el tiempo de los Asesinos”, pues con ella parece que nos anuncia la llegada de la redención. Curioso es ver que la palabra ‘asesino’ viene de ‘hashisino’ (ḥaššāšīn), el cual era el nombre despectivo que se daba a algunos miembros de la secta islámica de los nizaríes, famosos por sus crueles homicidios y por llevarlos a cabo hasta la madre de hashís.
Ellos, al igual que el resto de los chiitas, creían en el ocultamiento del imán, es decir, de la máxima autoridad religiosa, designada por línea directa de la mano de Mahoma y que en cierto momento de la historia se ocultó, pero reaparecerá en el fin de los tiempos para restablecer el gobierno de Dios.
Este poema se mueve con la dinámica del ocultamiento, camina dando saltos de un horizonte fundacional hasta las horas postrimeras, una y otra vez: “Empezó con ciertas repugnancias y acabó −al no poder agarrar en el acto esa eternidad− por una desbandada de perfumes”, de un lado funda juramentos que del otro aflorarán como redención: “Se nos ha prometido enterrar en la sombra el árbol del bien y del mal, deportar las honestidades tiránicas, con el fin de que trajésemos nuestro purísimo amor”.
El sentimiento con el que inauguramos la realidad −cuando nuestros sentidos estaban limpios de percepción y conocieron en carne viva el tacto− quedó escondido desde el momento de su origen, y estas líneas plantean la posibilidad y el camino para la palingenesia de la ‘primera vez’.
“Este veneno ha de permanecer en todas nuestras venas aun cuando, agriada la fanfarria, seamos devueltos a la antigua armonía”, y volverá encontrarnos, pues deja latente esta promesa en sus líneas.
La ‘llegada de los asesinos’ es una exclamación de éxtasis por el encuentro con la hora de la verdad en el tiempo presente. Pero precedida por la advertencia “Breve vigilia de embriaguez, ¡santa!, aunque sólo fuera por la máscara con que nos has gratificado”