El pulque llegó por siglos a la capital mexicana y a gran parte de las ciudades de provincia a lomo de mula. Pero cuando se transportó por medio de los vagones del ferrocarril, las haciendas de los estados de Hidalgo y Tlaxcala sobresalieron por su producción, y sus ganancias convirtieron a sus dueños en verdaderos magnates.

Las condiciones para una explosión de la producción y el consumo del pulque estuvieron reunidas después de la Independencia, con la reglamentación sobre las pulquerías -cuyo número se multiplicó en poco tiempo- y la construcción en 1866 de la vía de ferrocarril que enlazaba Veracruz con la capital, lo que permitiría enviar el pulque, una bebida fácilmente perecedera, de la hacienda a la pulquería en poco tiempo. Así, el obstáculo que significaba la distancia entre las haciendas y los centros de consumo fue barrido y el pulque fue enviado a lugares distantes en cuestión de horas en los trenes que cruzaban del altiplano rumbo al litoral; por lo que el líquido embriagante se empezó a beber en Orizaba y hasta en el mismo puerto de Veracruz, donde era anteriormente desconocido. 

De la hacienda a la pulquería

Entre 1866 y 1880, el pulque fue remitido a la ciudad de México a través de una sola vía: el Ferrocarril Mexicano; sus principales puntos de embarque eran las estaciones de Apan, Soltepec, Ometusco, Otumba y Atlixco. 

Para el intervalo de 1880 a 1892, se construyeron el Ferrocarril Interoceánico y el Ferrocarril de Hidalgo y Nordeste, con lo que se quebró el monopolio ejercido por el Ferrocarril Mexicano sobre casi toda la región pulquera. En los años siguientes, como dicen Juan Felipe Leal y Mario Huacuja, el Ferrocarril de Hidalgo y Nordeste se convirtió en el "más pulquero de los ferrocarriles", puesto que el transporte de la bebida llegó a representar entre el 35 y el 45% de su carga; mientras que para el Ferrocarril Interoceánico, entre 1893 y 1913, el pulque llegó a representar el 9.4% en promedio y para Ferrocarriles Nacionales de México, entre 1908 y 1913, sólo representó el 0.02%. 

Conforme aumentaba la demanda de la bebida, los hacendados extendían sus plantaciones de magueyes. Las principales  haciendas pulqueras surgieron en la región de los Llanos de Apan, el Valle de Tulancingo, del Mezquital y la Región de Tula, debido a que las condiciones del terreno plano y cultivable eran las indicadas. Las haciendas eran unidades productivas que agrupaban diversas actividades en torno a la casa del hacendado, de la capilla y del tinacal; el tinacal, de tina y calli -casa en náhuatl- o sea casa de las tinas, era el centro productivo de la hacienda; se trataba de un galerón de planta rectangular con una estructura de madera, unas estrechas ventanas se abrían en la parte superior de los muros y estaban decorados, a veces, de pinturas similares a las que adornaban las fachadas de las pulquerías (un tema tradicional era el descubrimiento del pulque por la reina Xóchitl).

Durante la segunda mitad del siglo XIX, de la mano del ferrocarril, el Valle de Apan, región compartida entre los estados de Tlaxcala, de México e Hidalgo, se convirtió en el epicentro de una poderosa industria que generó ganancias considerables. 

El “Rey del pulque”

Uno de los principales empresarios del pulque fue Ignacio Torres Adalid, conocido como el “Rey del pulque”, quien operaba oligopolios, ya que poseía haciendas pulqueras, lo mismo que transportes y expendios en la Ciudad de México. Torres Adalid, era tataranieto de don Porfirio y, gracias a su compañía Expendedora de Pulque, era uno de los hombres más ricos e influyentes del país. El cénit de sus negocios pulqueros puede ubicarse entre los años de 1909 y 1913, pero luego comenzó su crisis, como efecto de los cambios políticos y sociales ligados a la Revolución mexicana. 

Ante el destierro de Porfirio Díaz, el rey del pulque se inclinó por Victoriano Huerta, y perdió su apuesta; su hacienda fue transformada en un sangriento campo de batalla, por lo que tuvo que abandonarla en 1914. Ignacio Torrres Adalid pasó sus últimos días en el hotel Campoamor de La Habana. Falleció el 23 de septiembre de 1914, a los 78 años de edad. Fue sepultado en el cementerio de Colón y posteriormente su sobrino Javier Torres Rivas lo sepultó en el Panteón Francés de la Piedad, en la Ciudad de México, junto con los de su esposa.