Jorge Hernández Tinajero

 

Una evolución notoria ha observado el debate nacional sobre regulación de mariguana en los últimos tiempos. Hace 20 años, la mera mención del tema “mariguana regulada" suscitaba burlas y desprecio a todos los niveles: desde los círculos sociales y familiares, hasta la academia y las fuerzas políticas, por no hablar de las distintas autoridades e instituciones nacionales.

Desde hace unos cinco años, sin embargo, la mariguana ha suscitado un debate público inédito en el país. Y aun cuando es imposible negar que ésta evolución puede ser considerada como una buena señal para un debate menos prejuicioso y más pragmático, lo cierto es que no existe un consenso social, ni político, de hacia dónde avanzar.

También es preciso reconocer que muchas son las propuestas legislativas que se han hecho desde entonces. De manera esquemática, podríamos decir que tales propuestas se dividen básicamente en dos: aquellas que buscan imitar los modelos regulatorios de algunos estados de los EEUU; y las que, temerosas de abrir la puerta a un mercado abierto de mariguana -en el sentido de negocios y ganancias, no necesariamente que se pueda acceder a ella de forma ilimitada, ya que todas incluyen previsiones para evitar el acceso a menores, por ejemplo- proponen distintos grados de control estatal del mercado, ya sea por monopsodios o monopolios del Estado, para la producción y la distribución de la planta.

Ambas posiciones son, sin embargo, poco deseables o bien francamente impracticables. En el caso de las primeras, de aquellas propuestas que contemplan un mercado regulado de la planta, si bien tienen la ventaja de permitir que los distintos eslabones de la cadena productiva trabajen de forma legítima y legal, motivados por sus intereses económicos, cierto es que la lógica de mercado conduce inevitablemente a una tendencia en la que la expansión del comsumo es necesaria para incentivar a la industria, lo que difícilmente es conciliable con una política de salud pública que quiérase o no, se preocupa legítimamente por un posible crecimiento del mismo. La pregunta central para este tipo de propuestas es: ¿conviene a México permitir un mercado cuyos incentivos fundamentales se encuentran en aumentar el consumo? Probablemente, la respuesta sea que no.

La segunda opción, al contrario, peca de lo opuesto. Al sobreestimar el impacto del consumo de mariguana y catalogarlo como un potencial problema de salud pública (aseveración que está en tela de juicio, incluso en los países que consumen estadísticamente mucho más que México) las propuestas presentadas plantean un control férreo del Estado sobre toda la cadena productiva, desde el Estado como productor y distribuidor monopólico, hasta el registro de los usuarios que quieran acceder a la planta de manera legal. Múltiples son los problemas de una propuesta así: desde la probada ineficacia de cualquier Estado para satisfacer como productor las necesidades de un mercado dinámico y sofisticado, pasando por un registro de usuarios que jamás van a acceder a ser vigilados discrecionalmente por instituciones en las que, con toda razón, desconfían por completo. Más aún: el ejemplo más acabado de un sistema regulatorio de este tipo, el de Uruguay, ha demostrado la total ineficacia del Estado para satisfacer el mercado de consumo, ya sea médico o privado.

¿Existe alguna alternativa razonable y práctica para ambas posiciones regulatorias? La respuesta es sí, definitivamente. El problema es que no se ha formulado de manera sólida, básicamente porque aquellos que han colocado sus propuestas en espacios legislativos han seguido una lógica de rentabilidad política o de otros tipos, que nada o poco tiene que ver con la realidad de aquellos a los que van dirigidas las propuestas: los usuarios.

En efecto. Ninguna de las propuestas formuladas le da la importancia necesaria a sus principales interesados: los consumidores. ¿Queremos los usuarios que se instaure una industria cuyo fin sea únicamente lucrar con los productos que coloca en el mercado, a nuestra costa? ¿Deseamos que sean empresas como Phillp Morris o Bacardí las que determinen lo que podemos consumir y tengan un monopolio sobre la cananbis? La respuesta es, muy probablemente, no. ¿Queremos entonces que sea el Estado el que nos de una variedad muy limitada de productos, muy probablemente de baja calidad, bajo un esquema de registro policiaco obligatorio para cada uno de nosotros? La respuesta seguramente también es, no. Si tal cosa sucediera, lo más probable es que la inmensa mayoría de usuarios seguiría recurriendo a los canales informales de mercado a los que está acostumbrado, ya que en ellos encontrará más fácilmente lo que está buscando como consumidor.

¿Qué podría funcionar, entonces? La respuesta es sencilla, y se encuentra ante todos nosotros: los usuarios queremos una alternativa real para ambos extremos, misma que además no es excluyente con cualquier esquema: queremos que se respete nuestro derecho a cultivar, con las únicas limitantes que, de hecho, ha estipulado la Suprema Corte de Justicia de la Nación: como actividad privada, sin fines de lucro, sin acceso a menores de edad y sin afectar a terceros.

La regulación del cultivo privado debería ser, así, el primer paso hacia cualquier otra regulación más amplia de la planta. Con independencia de quién produzca para un mercado potencialmente regulado, los usuarios queremos tener la posibilidad de cultivar lo que queramos nosotros mismos, ya que sin una alternativa que nos permita el cultivo seguiremos siendo rehenes de un mercado que, o bien es ilegal y en el que no tenemos ninguna garantía, o bien solo será legal con determinados productos que no necesariamente son los que estamos buscando.

La regulación del cultivo incorpora al usuario en la implementación de la política que más le atañe como consumidor. Debería ser, por lo tanto, el reclamo que nos unifique a todos. Podemos no pedir más, pero no podemos pedir nada menos. Y la rebelión del cultivo debe dejar de ser silenciosa, para volverse lo más vistoso, y viable en el corto plazo, del movimiento.