La misión de ese fin de semana era de entrada por salida, llegar a la sierra, darse el lujo de escoger dos kilos de las mejores colas en greña y, a una voz, regresar a casa.

Eran las doce de la noche cuando tomamos el autobús en la terminal de segunda clase de la ciudad de Oaxaca, el destino era la costa. A mitad del camino, el autobús se detuvo y anunció la llegada a San José, bajamos e inmediatamente nos internamos por una de las barrancas, hacía el clavo que estaba en el otro pueblo, a tan solo cinco kilómetros.

Salieron a recibirnos Don Cannabo y su hijo, traían unos costales llenos de yerba, para que escogiéramos. Antes de hacerlo, corté un cogollo que se anunciaba por encima del costal y le di fuego en una king size. Las dos variedades que nos ofrecían eran de excelente calidad, tenían de la que se conoce por ahí como tresmesina, una variedad de skunk ya aclimatada hace años por acá; de rápido crecimiento la zorrilluda. También tenían de la tardía, una sativa oaxaqueña clásica, de sabor pino limón, y que rifa desde los años sesenta. Mientras fumamos, escogimos de entre los costales los dos kilos que compraríamos, agarramos las colas más grandotas, olorosas y gordotas. Nos acercaron la báscula y unas bolsas negras para meterla. Le mencioné al don que sólo me llevaría las puntas colas, las mejores, y mandó a traer otro costal para completar. Ya tenía seleccionados esos dos kilos cuando mencionó que si quería mota morada, fue la primera vez que vi y probé ese sabor mentolado. El Don decía que esas colas salían así por el frío y que no todas se ponían así. Quise llevarme un cuartel de esa, pero el varo ya no me alcanzaba y solo clavé unas semillas para reproducirlas. Mencionó que escogiera una cola chula y que la pusiera entre los kilos porque ya los iban a empaquetar, dijo que la compactaría y respondimos que la queríamos lo menos aplastada posible, como siempre.

Una vez que estaba embolsada, por fuera de las bolsas le untaron grasa de carro “para que los perros de los retenes no la huelan”, le pusieron otras bolsas y la sellaron con cinta canela. El bulto se veía como de cinco kilos, un buda aposentado en la maleta de viaje que tapamos con distintas ropas. Seguimos fumando yesca y hachis todo el día, esperando el autobús en el que llegamos para regresar a casa.

El primer retén que pasamos, en Ejutla, fue sin contratiempos, dándonos luz verde la policía municipal. Pasamos posteriormente un retén de judiciales en Ocotlán, igual, revisión de rutina para ver si pescaban indocumentados. Llegamos a Oaxaca y nos perdimos como turistas entre la gente, felices con nuestros dos kilos de mota, pedimos dos boletos a México y dijeron que salía a las seis de la mañana, en media hora.

Confiados en haber pasado la zona más caliente de retenes, nos dimos unos jalones de hachis en un hiter y nos subimos al autobus. Apenas íbamos saliendo del estado de Oaxaca, antes de llegar a Tehuacán, cuando el autobús bajó la velocidad. A lo lejos se podían apreciar figuras con uniforme militar haciendo señas de detenernos, el corazón se me aceleró al recordar que no me lavé las manos y las traía oliendo a hachis. Le dije a mi compa que se mantuviera relax para que los guachos no olieran el miedo, el pedo fue que olieron el hash en nuestros dedos y nos ordenaron bajar con nuestras maletas. Como nos la sabíamos, nunca llevábamos la merca con nosotros sino en la parte baja del autobús, misma que llevaba nombre y tiquet falsos. En la báscula sólo toparon el hiter y preguntaron de dónde veníamos y a dónde íbamos, respondimos que veníamos de la ciudad de Oaxaca y que íbamos a la ciudad de México. Pidieron a todos lo pasajeros que se bajaran porque nos iban a revisar uno por uno. La experiencia decía que teníamos que negar todo y cuadrar nuestras respuestas, no tardaron en topar el clavo nuestro y uno más. En corto nos separaron a mí y a mi compa, nos hicieron preguntas para que cayéramos en contradicciones, me dije a mi mismo –si no te pones chingón, chingaste a tu madre. El plan de acción funcionó, a pesar de que los guachos me amedrentaban diciéndome que ya me había puesto mi compa, que ya había cantado, que yo era el bueno, le dije al teniente que eso no era posible, que yo era estudiante y estaba de paseo. A mi compa también le decían lo mismo, sólo que en tono más elevado ya que a él le toparon el hiter. Yo le decía al que comandaba que antes de subir habíamos fumado weed para no llevar embarque y que no sabíamos de quién eran esas maletas, “te  vamos a chingar pinche chilango, tu compa ya te puso”, seguía insistiendo el militar, “no puede ser oficial, ya le dije que llegamos el viernes y estuvimos el fin solamente”. Les mencionamos sincronizadamente la historia que ya dominábamos mi compa y yo: Llegamos a Oaxaca, visitamos Monte Albán, luego Mitla y el árbol del Tule, y qué habíamos comido en cada sitio; las dos historias cuadraron y se fueron con la finta de que no los estábamos choreando, que éramos grifotes paseando.

Cuando nos llevaron de regreso al autobús ya había pasado casi una hora, los verdes ya sabían de quién eran esas dos maletas, la nuestra y la otra que, por el bulto y  esfuerzo del soldado raso al cargarla, mínimo tenía 15 kilos. Tenían detenida a una señora de aspecto indígena a quien le habían topado su clavo y también le achacaban nuestra maleta, junto a ella el chofer la delataba.

Todavía percibía el aroma de esa buena mota cuando subimos al autobús, pero le dije a mi compa que así era esto del albur con la autoridad y, ya en voz baja para disimular, que sólo habíamos perdido la yerba más no la libertad.

Cuando llegamos a la Tapo, la eriza se sentía en la piel, buscamos una calle que conduce a una conocida vecindad de Tepito y compramos un gallito para el coraje. Nos lo fumamos pensando en quién sería el rayado que se fumaría esa misión de dos kilotes, puro producto garantizado de la sierra oaxaqueña.