Este post está escrito en forma de carta para los marihuanos del futuro. La esperanza es que, sin importar el tiempo en que lo lean, las cosas hayan cambiado en beneficio de nuestros derechos. Por ello los invitamos a voltear al pasado y reflexionar en torno a cómo se vivió en algún momento de la historia, en que era ilegal todo lo relacionado con nuestra planta amiga.

Ser caciqueado o rayado

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En los antiguos tiempos de la prohibición, uno podía comprar la marihuana para la que le alcanzara. Sólo se tenía que llegar al punto o con el dealer y pedirle de a $20, $50 o $100. Entonces, el dealer metía mano a la bolsa, y lo que su bendecida mano dijera que valía su mota era lo que te suministraba.

Así nació la práctica de vender poca cantidad de marihuana a un alto precio, o un producto de pésima calidad. Esto se conocía como “ser caciqueado”.

Pero también se dio lo contrario, quienes en su visión de negocios vieron mejor el complacer a su cliente para que eventualmente regresara por más. Así, te fiaban o te echaban el clásico pilón “para que te armes uno flaco”. A esta dicha se le llamaba “ser rayado”.

Quedarse sin “conecte” (el chido)

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Los dealers eran una profesión complicada, controversial, pero sobretodo variada. Esto en el sentido que había todo tipo de “proveedor”, desde el que abusaba de la ignorancia de los consumidores, hasta el que se preocupaba por brindar un verdadero servicio profesional.

Como estos últimos había pocos, y cuando encontrabas a uno tratabas de no estropear “la relación”. Lo último que necesitabas era estar en busca de “conecte”. Pues cara vemos, tostones de mota panteonera no sabemos.

Por ello se valoraba a quien supiera ofrecerte el producto por una buena relación de costo-calidad, buscar nuevas variedades que pudieran interesarte, o simplemente quien no se pasara de listo.

A estos dealers uno los estimaba, pero sobretodo lloraba cuando eran apañados o desaparecían del mapa.

La vaquita

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Había muchas razones para armar la vaquita, osea juntarse entre varios y mandar a uno o dos a comprar por todos. Ya fuera que se necesitara comprar un buen paquete para no ser caciqueado, que el conecte estuviera disponible sólo para uno, o simplemente que no todos se atrevieran a “entrar al punto”.

De cualquier forma, había algunas ventajas para quienes se ofrecieran a la misión. Una de ellas es aplicar el famoso dicho “quien parte y reparte se queda con la mejor parte”, que se aceptaba entre todos dado el riesgo de ser apañado.

Tener que esconderse

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La marihuana no siempre fue una planta entendida. La mayor parte del tiempo se tuvo que cultivar, poseer y consumir a escondidas. Alrededor de ella surgieron muchos mitos, y a uno lo podían acusar desde retrasado, enfermo mental, ratero, y adicto. Por ello la mayoría de los conumidores debíamos escondernos de nuestra familia, amigos y patrones.

Pero sobretodo escondernos de toda forma de autoridad. No era sólo el hecho de cometer un acto ilícito, sino que en varios círculos se perdía el respeto en cuanto te declarabas consumidor. En el peor de los casos, hasta tus derechos te quitaban.

Difícilmente te tomaban en serio cuando se enteraban que gustabas de consumir cannabis.

Encontrar a los tuyos

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Eso, hasta que encontrabas a los tuyos. Podía ser en la escuela, saliendo del trabajo, en una reunión familiar, o hasta en la iglesia. Los marihuanos estábamos por todos lados en realidad. Y en cuanto nos reconocíamos entre nosotros, una sensación de familiaridad y confianza crecía entre ambos.

En ese momento podíamos despojarnos de las apariencias un rato, compartir conocimientos, experiencias, advertencias y todo tipo de risas en un espacio seguro y libre de prejuicios. Uno podría volverse mejor amigo de alguien en el instante en el que le pasaba el toque.

Compartir un toque ilegal


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Y este último punto, es uno de los más significativos. Del acto de echarse un toque mucho ha cambiado. Hay cosas que, afortunadamente nunca tendrán que repetirse. Pero pasar de ser un ciudadano a ser un “delincuente” por el sólo hecho de fumar marihuana tenía cierto aire de libertad.

En tres caladas uno podía sentirse superior a las leyes del hombre. Porque no importaban sus anti-campañas informativas, sus persecusiónes, su necedad. Al final el lema era “legal o ilegal, a mí me pone igual”. Lo cual significaba que la libertad por fumar marihuana no la podía controlar ningún Estado o autoridad, por más que lo intentasen.

Y, cómo nos comprobó eventualmente la historia, no pudieron.

Espero con esta carta del remoto pasado, ustedes consumidores del futuro valoren en cada toque los años de lucha que los llevaron hasta ese momento.

Que tengan buenos humos.